Décimo segunda estación: Jesús muere en la Cruz.

No aparecen por ningún lado los dos ladrones, ni el bueno ni el malo, con que acompañan los evangelistas la muerte de Cristo que el artista del Calvario de Santa Pola interpreta libremente, a su aire, siguiendo al Veronés, cuando ante el Santo Tribunal de la Inquisición que le tanteaba por las licencias que se permitió en su cuadro Cena en Casa de Levi, se defendía con aquel "Nosotros, pintores, nos tomamos la licencia que se toman los pintores y los locos..." El artista cerámico simplifica, quizás para ir más directamente al asunto. Cristo, crucificado, muere en ese preciso instante, la mano derecha cerrada dolorosamente sobre el lacerante clavo, la izquierda abierta, anular y meñique contraídos, toda su humanidad casi desnuda, con los jirones de la púdica túnica blanca tremolando al viento que empujan unas fuertes e inquietantes nubes que vienen de levante, por Santa Pola del Este.

En frase del pueblo, Cristo ha sufrido lo suyo. Lo cuentan los Evangelios. Ha sufrido todas las humillaciones necesarias para la redención. Sus vestidos han sido sorteados. Su túnica no ha sido rota para que se cumpla la profecía. El INRI que hemos visto pasar por varias manos a lo largo de las estaciones, ha proclamado en lo alto de la cruz, en hebreo, en griego y en latín, de manera burlona, su reinado. Lo han ajusticiado entre dos delincuentes. Ha sido insultado, tentado, martirizado.
Hasta la Naturaleza, conmocionada ante tanto dolor, piadosa a su manera, ha extendido un manto de oscuridad sobre la Tierra desde la hora sexta hasta la hora nona. Cristo ha gritado "iEIí, Elí! ¿lemá sabactaní?" "Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado!" entre sus últimos estertores.

La escena del cerámico Tolosa tiene fuerza suficiente para mover a piedad a aquellos que contemplan la muerte de Jesús en la Cruz y llevarlos a entender lo que viene a continuación, el paroxismo que se desencadena en esos momentos: el rasgón del velo del templo en dos, las rocas que se parten, los sepulcros que se abren, los santos difuntos que resucitan y se aparecen a muchos, el miedo que acomete al centurión y a los soldados. Mateo termina el episodio: "Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas están María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos del Zebedeo."

En parecidos términos se expresa Marcos. Lucas añade algunas cosas, el diálogo con los dos ladrones, la precisión sobre el eclipse, y la constatación de que, a distancia, no sólo estaban las santas mujeres, sino los conocidos de Cristo. Repasados los sinópticos, Juan constata la presencia de María al pie de la Cruz, y de las otras dos Marías, la tía de Cristo (María de Clopás) y María Magdalena, y no solo ellas, también estaba presente, véanse tantas obras del arte religioso alusivas al tema, el discípulo amado, posiblemente el evangelista mismo que escribe, y lo dice de esta manera: "Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre".

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