Décimo tercera estación: Jesús muerto en los brazos de su madre.

Estamos ante el sexto dolor de la Mater dolorosa. Cristo muerto reposa sobre el regazo materno de María, subrayado por las blancas telas. José de Arimatea y Nicodemo lo depositan con cuidado, tras haberlo bajado de la cruz con una escalera que hay a espaldas del grupo. ¿Quién me presta una escalera, para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno?, cantará otra vez Serrat al dictado de la saeta popular recogida por Antonio Machado. La Magdalena, desconsolada, consuela a María que se va a desvanecer de un momento a otro. Cristo y los cuatro personajes están perfectamente compenetrados, en una composición triangular propia del Renacimiento del Cinquecento. La cruz, por encima del grupo, ascendiendo simbólicamente al cielo.

El pintor nos ofrece los rostros con definición y nitidez extraordinarias, inscritos en un semicírculo descrito desde la haga de la lanada en el costado. El de Cristo, unido a un cuello descoyuntado, exangüe, perfectamente dibujado, coronado por espinas y en nimbo de la divinidad. El de Nicodemo, de perfil, joven, mbreno, tapado parcialmente por una túnica azul.El de José de Arimatea, girado de tres cuartos, maduro, barba cana, destocado.

El de la Magdalena, lleno de aflicción, con un rictus de amargura en la boca. El de María, aureolado de blanco, los ojos cerrados, hermoso, desplomándose hacia su lado derecho, evocando a la María del descendimiento de Roger van der Weyden del Museo del Prado.Los colores. El blanco de la túnica de Cristo, de la toca de la Virgen, de los nimbos que coronan a la Madre y al Hijo, de las nubes que vienen empujadas por el viento de levante.

El color carne, del cuerpo de Cristo todavía caliente, que apenas se distingue del color de las caras y los brazos de los demás. El azul intenso de la túnica de Nicodemo, el más matizado de las ropas de María y de la Magdalena, el azul del cielo entreverado de blanco. El amarillo, de parte de la vestimenta del de Arimatea. Gama de ocres del suelo, de las piedras, de la sierra. Verde, de una incierta vegetación lejana. Y el hermoso rojo carmesí de la túnica de María, color aprendido de las ropas de los venecianos, de Tiziano, del Veronés, de Tintoretto, del mismo Greco que aprendió el oficio de san Lucas en Venecia.

Cristo muerto en brazos de su madre, la trecena estación, ha dado lugar a un tema religioso universal, la Piedad, representado por innumerables artistas. Por empezar por una Piedad, la de la ermita del Calvario, que vino de tierras gerundenses. La Piedad de la Virgen del Camino, que ayuda a los peregrinos en dificultades por todo el Camino del Señor Santiago. La Piedad o Llanto por Cristo muerto de Giotto de la Arena de Padua, donde llora la Madre, lloran los acompañantes y se returcen de dolor los infantiles ángeles. Las Piedades de Miguel Angel, la del Vaticano, tangible, poderosa, perfecta, la de la catedral de Florencia, en que la Madre, José de Arimatea y Nicodemo apenas pueden con el cuerpo muerto de Cristo; la Piedad Rodanini, solos la madre y el hijo, tan descarnada, inacabada, inestable y espiritual. La de Gregorio Hernández, desgarrada, barroca, con el llanto en la boca. Las que procesionan por todas las Semanas Santas de España. Silencio. Piedad.

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